miércoles, 31 de agosto de 2011

LA FINCA DEL SEÑORITO

AÑO 1935

Me crié en unos de los lugares más bonitos de este mundo, al menos, para una muchacha nacida en plena naturaleza, como yo, y que nunca había sido atraída por los lujos y comodidades de la gran ciudad.
Aún recuerdo aquel verano de 1935, cuando ya se aspiraba en el aire que aquella tranquilidad en la que habían transcurrido mis primeros quince años de vida iba a dar un giro que me convertiría de niña a mujer en tan solo un verano.
Era un día soleado de julio, mi padre se encontraba labrando en el campo con las dos mulas de la finca. Aquella finca no nos pertenecía, eso decía siempre madre, pero desde que tuve uso de razón no vi a nadie más que a los miembros de mi familia corriendo por aquellos montes, cultivando las tierras, y recogiendo los frutos que más tarde nos daba la cosecha.
Padre estaba sudando y yo me encargaba de llenarle el botijo con agua del pozo. En uno de esos viajes al pozo, llené tanto el botijo que me desparramé toda el agua encima. En ese mismo instante, vi como se abrían las verjas altas, por las que nunca salía ni entraba ningún miembro de nuestra familia.
Padre dejó por un momento su faena en el campo con las mulas, se acercó a mí y me ordenó que corriera a casa a cambiarme. No podía apartar la vista de aquel automóvil que entraba en la finca, con un ruido de mil demonios, jamás había visto ninguno tan bonito y moderno.
_ ¡Buenos días señora!, ¡señorito!
Mi padre les hizo casi una reverencia, por lo que pude ver desde la ventana de la cocina de casa, se trataba de  una mujer delicadamente vestida, ya entrada en años, y de su hijo más o menos de la edad de mi hermano mayor.

_ Ana, ¿¡se puede saber que haces asomada en la ventana, toda empapada de agua!?

Me puse de pie de un salto y le conté de forma atolondrada la entrada de aquel automóvil por la puerta grande, y de los dos pasajeros que viajaban en él.
_ No me puedo creer que la señora Valera y su hijo se encuentren aquí, nadie nos ha avisado de su llegada.
¡Santo cielo, la casona está sin arreglar!.
Vamos hija  cámbiate  tenemos que dar buena presencia ante los señores de la finca.

Aquello de los señores de la finca me sentó como una patada en el estómago. Había oído hablar al maestro, que venía a darles clases a mis hermanos, que esos señores eran unos ávaros, que lo único que hacían era aprovecharse de sus trabajadores. Si nunca se habían molestado en venir, porque lo tenían que hacer precisamente ahora cuando mi familia y yo éramos tan felices sin ellos.

_ ¡Madre, madre! La señora esa del automóvil quiere que te presentes ahora mismo en persona.

Mientras me colocaba uno de mis mejores vestidos y un delantal limpio en mi cuarto, escuché la voz de mi hermano mayor, Rodrigo, que venía en busca de madre.
Cuando estuve totalmente limpia y aseada, recogí mis dos trenzas en un moño bajo, pensaba que de esa forma parecería algo mayor. No quería salir como una niña pobre desaseada ante esa señora y su hijo que parecían de tan alto postín.

Cuando llegué ante su presencia, ya se encontraban allí todos los miembros de mi familia. Mi madre, con mi hermana recién nacida en los brazos, mi padre junto a mis dos hermanos mayores, Rodrigo y Javier, a su lado, y mi hermana de diez años, Antonia, cogida de la falda de mi madre, como si le diese miedo aquella señora que la miraba con aires de superioridad.
No lo había visto antes demasiado bien. Pero fue cuando me acerqué,cuando pude comprobar los maravillosos ojos azules de aquel muchacho que parecía algo tímido y retraído. Después de las oportunas presentaciones y de los encargos que la señora Valera les dio a todos los miembros de mi familia, menos a  mi hermana Rosa, claro está, ya que apenas llegaba a los tres meses de vida, nos encaminamos todos hacía la casona de la finca por orden explícita de la señora.
Fue entonces cuando aquel muchacho me inundó de una pena infinita, caminaba detrás de su madre, arrastrando su pierna izquierda con una cojera que lo convertía más en un niño que en el hombre que su madre intentaba darnos a conocer.
Entonces, me miró por primera vez a los ojos, y sin pensarlo me atreví a preguntarle del porqué de su cojera, nadie me había criado para mantener las formas sino para expresar lo que sentía mi corazón.
Aquel muchacho, me miró con una mirada infinitamente triste, para tener apenas dieciocho años albergaba mucha pena en su interior.
Aquel día no me contestó, y el camino hacía la casona se me hizo eterno, pero sabía que algún día ese muchacho me confesaría el porqué de tanta tristeza.

Unos días antes de la llegada de los “señores” de la finca, habíamos ido mi madre, mi hermana Antonia y yo a limpiar la casona grande, siempre lo hacíamos una vez al mes: quitar el polvo, espolsar las mantas que cubrían los muebles, fregar suelos y cristales… yo veía esta actividad como una perdida de tiempo y siempre la hacía con desgana. ¿Para qué darse tantas molestias con una casa en la que nunca entraba  nadie? Enseguida entendí que era por si la visita de la señora Valera y su hijo cojo nos pillaba por sorpresa, como así había sido.
Madre se sentía nerviosa, cuando la señora paso revista a cada una de las habitaciones de la casa.
_ ¡Habéis cuidado bien de mi casa, Francisca! Aunque si hubieras sabido antes de nuestra llegada hubieses descubierto los muebles, ¿no?

Me acuerdo que madre no intentó en ningún momento justificarse, y enseguida comenzó a descubrir los muebles de aquella casa fantasmal.
Aquella fue la primera vez en la que sentí rabia y odio hacía una persona. Esa mujer estaba tratando a todos los miembros de mi familia con superioridad y desprecio. Yo sabía que éramos humildes, pero nunca creí que eso les diera derecho a los de alta cuna para tratarnos con tanta humillación.

Madre me mandó a la habitación principal de la señora, en el cabezal de la cama había un escudo con un castillo y un águila, según madre aquel escudo es lo que distinguía a los señores de nosotros los pobres, ellos venían de siglos de nobleza y de riquezas, y nosotros de siglos de trabajo duro y miseria.
La palabra más adecuada para definirlos era, dueños. Dueños de todo aquello que yo había amado tanto, nuestra casa, nuestras tierras e incluso, podría decirse que de nuestras propias vidas.
La señora me indicó donde debía de dejar y como cada una de las piezas de ropa de su equipaje, en mi vida había pensado que se necesitasen tantas cosas para vestirse, yo me conformaba con una muda y con el traje de los domingos, por si subíamos al pueblo a escuchar misa, tampoco había visto nunca aquellas joyas gordas y brillantes, el único objeto de valor que había en mi casa era una medalla de oro de la Virgen del Carmen, que mi madre conservaba de su abuela como el legado más preciado.

La señora Valera, doña Pura, así me indicó ella misma que la llamara, me comunicó aquella misma tarde cuales serían mis aposentos y mis obligaciones desde aquel mismo día. Nadie me preguntó si yo no quería dormir más en mi cama, levantarme al alba para ayudar a padre en el campo, estudiar a escondidas las lecciones que el maestro les daba a mis hermanos mayores, a nadie se le ocurrió pensar en mí, en  mi opinión respecto las decisiones de aquella señora, ni siquiera  a mi propia familia. Cuando volví a casa, a recoger mis cuatro cosas, madre me cogió de los hombros y me dio una serie de instrucciones respecto a como debía de comportarme en la casona, después los ojos se le empañaron de lágrimas, me prometió que haría todo lo posible por vernos todos los días y que seguro que la señora me daba algún día libre para pasarlo en mi humilde casa.
En cambio, padre tenía en la mirada escrita la palabra impotencia, porque sabía que a partir de entonces dejaría de ser la niña que le ayudaba jugando en el campo, para ser una criada al servicio de los de arriba, para él se nos había terminado la libertad.

Padre me acompañó con mi petate hasta la casona subida en la mula. El camino de mi casa de piedras hasta aquella casa grande de inmensos balcones y terrazas no era muy largo, conforme nos adentrábamos en la casa, nos rodeaba el hermoso jardín, que tantas veces había cuidado con madre, en medio, la fuente había comenzado a echar agua, como si a ella también la hubiesen avisado de que era momento de ponerse a trabajar.
Al entrar de nuevo en aquella casa, ahora ya sabía que para quedarme, suspiré profundamente resignada, y sentí como el alma se me quedaba helada. Nos recibió Doña Pura, con su habitual gesto fruncido y me examinó sin más miramientos las uñas de las manos y mi cabeza.
_ No quiero liendres ni miseria de ningún tipo en mi casa.
Mi padre apartó los mechones de mi cabello con delicadeza.
_ No parece que estés infestada, de todas formas ahora mismo te darás un baño en el cuarto que hay al lado de tus aposentos, te restregarás hasta quedar con la piel blanca, es una pena que tengas el rostro tan quemado por el sol, a partir de ahora, te prohíbo que  salgas cuando el sol esté en lo alto, no quiero que confundan a mi servicio con vulgares gitanos…

De pronto, una voz masculina se escuchó tras ella.
_Madre no tiene que tratar con tanta dureza a la muchacha. Al fin y al cabo es la hija de Javier y Francisca, y ellos habrán sabido educar a sus hijos como Dios manda, sino como padre les hubiera confiado el cuidado de nuestras tierras durante tantos años.

El señorito Fermín, como su propia madre me indicó que debía dirigirme a él, le tendió la mano a su madre y éste  a su vez me hizo un gesto con la cabeza para que los siguiera. Casi no me di cuenta de cuando padre salió por la puerta, pero cuando me volví para despedirme, él ya no estaba, había regresado a casa con madre y mis hermanos.

Aquella noche no dormí nada. El colchón era duro, no tenía nada que ver con el de lana de mi casa. Me acordaba de todos, sobre todo de mi hermana Antonia con la que compartía cuarto , que  de seguro estaba repasando el catecismo con madre antes de dormir, el cura  Don Emiliano le había dicho a madre que muy pronto estaría preparada para hacer la Primera Comunión, pobrecita iba un  poquito atrasada con respecto a los demás niños porque siempre estaba enferma, según  madre desde que nació nunca había tenido buena salud, y al contrario que yo que estaba todo el  día ayudando a madre en las labores y a padre en el campo, ella se pasaba el día en la cama o en invierno junto al fuego del hogar. Cuando éramos más pequeñas pensaba que tenía suerte de que padre y madre estuviesen tan pendientes de ella y la protegieran tanto, incluso, a veces, sentí un poquito de envidia, pero más tarde comprendí que lo hacían por su delicada salud y por su espíritu noble, pero delicado y de extrema timidez, en parte, todos la protegíamos.